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Una vida de perros (VII). ¿Se parecen los amos a sus perros?

P2170015Muchas veces habremos oído decir que los perros se parecen a sus amos. Claro, como hay tanta gente que tiene perro, al fin y al cabo alguno tendrá que parecerse a su amo pero, ¿se parecen los amos a sus perros? Cuando hace una semana me vino a visitar la señorita Ortega, pensé que hay algunos parecidos que pueden resultar, incluso, patológicos.

Todo empezó hace varios años, cuando la señorita Ortega se hizo con un precioso Lulú de Pomerania. Nada más adquirirlo vino a mi consulta para que le realizase una revisión y ver si podía empezar con sus vacunas. Una vez dentro de la consulta pusimos a la perrita en la mesa de exploración y procedí a tomar todos los datos. Confirmado que el perrito era hembra, la señora Ortega demoró unos minutos en decidirse por el nombre de la criatura, que acabó llamándose Diana.

Inicié una exploración rutinaria de Diana y todo se encontraba perfectamente salvo que la perrita presentaba una leve malformación en el hocico, la cual consistía en que tenía la mandíbula inferior más corta que la superior, pero que era muy leve y que no tenía por qué preocuparse. Acabé la exploración y cité a la señorita Ortega para volvernos a ver en diez días e iniciar la pauta de vacunación de Diana.

A los diez días, puntual como un reloj, volvió a la consulta la señorita Ortega con Diana. Cuando terminé de ver la consulta que estaba atendiendo la pasé al interior.

-Buenos días señorita Ortega, ¿cómo se encuentra nuestra pequeña Diana?- pregunté mientras iniciaba la revisión de Diana, previa su primera vacunación-.

-Se encuentra perfectamente. Come, duerme y… hace demasiado pipí. ¿Eso es normal?- me preguntó con una voz en la que noté un tono un tanto distinto.

-Por supuesto que es normal. Ahora no tienen tanto control de los esfínteres y, además, ella no tiene que limpiarlos.

Acabé la exploración de Diana y le puse su primera vacuna. Se portó de maravilla y sólo chilló un poco al sentir su primer pinchazo. Rellené su cartilla y antes de salir de la consulta para ir a la recepción la señorita Ortega me cogió por el brazo y me detuvo un momento.

-Manuel, lo de la boca de Diana, ¿es contagioso?- me preguntó con ese extraño tono que yo no acababa de identificar-.

-Por supuesto que no es contagioso- le dije categóricamente-, eso es un problema congénito, posiblemente hereditario, pero que sólo le afecta a ella. No hay ningún problema ni para usted ni para nadie más.

Ella me miró fijamente, me dió las gracias y me sonrió. Cuando lo hizo se mostró ante mí la causa de ese extraño tono que yo no lograba identificar y era debido a que la señorita Ortega llevaba puesto un aparato de ortodoncia que le impedía hablar con total normalidad.

La siguiente vacuna de Diana era al cabo de un mes y cuando pasó a la sala de consulta, acompañada de su dueña, empecé con su revisión de rigor. Ya empezaba a mudar los dientes y Diana tenía dientes de leche que no se habían caído coexistiendo junto a los permanentes que iban naciendo. Le comenté que si no se caían los de leche o si los permanentes se ibanm orientando mal, habría que recurrir a la extracción de los de leche e incluso a la ortodoncia de los definitivos si no se solucionaba el problema. La señorita Ortega me volvió a coger del brazo a la salida y con su metálica sonrisa me preguntó:

-¿Seguro que lo de la boca de Diana no es contagioso?

Ya no volví a ver a la señorita Ortega y a Diana hasta pasados unos meses. Me había llamado el día anterior preocupada porque Diana había empezado a vomitar y a tener diarrea. Nada más verla entrar la pasé a la consulta y subí a Diana a la mesa. Mientras la exploraba le dije que me comentara lo que le pasaba a Diana y desde cuándo. Al acabar la exploración comenté a la señorita Ortega que el problema de Diana consistía en que tenía una gastroenteritis, seguramente vírica, ya que tenía un poco de fiebre y que iba a ponerle un tratamiento para ella. Cuando salíamos de la sala de consulta la señorita Ortega me cogió del brazo, como ya iba siendo costumbre en ella, y me preguntó bajito y cerca del oído para que ninguno de los propietarios que esperaban pudiesen escucharla:

-Lo de la gastroenteritis de Diana, ¿es contagioso?

-No tiene de qué preocuparse, es un proceso que sólo afecta a los perros- le contesté yo intentando tranquilizarla.

Diana respondió muy bien al tratamiento y la dieta y en un par de días ya estaba como siempre, tal y como me informó su dueña por teléfono, con una voz un tanto débil, como enfermiza.

Ya no volví a ver a Diana hasta que casi tenía un año. Su ama había tenido que ausentarse de forma inesperada y como no encontró con quien dejar  a Diana la llevó a una residencia canina. La acababa de recoger la noche anterior y vino a consulta esa misma mañana. La oí llegar desde veinte metros antes de entrar por la puerta ya que la pobre Diana tenía una tos de las que denominamos de graznido de ganso, muy aparatosa, que tenía a su dueña de lo más preocupada. Pasamos a la consulta, exploré a Diana y cuando me contó dónde había estado la perrita le dije que ya sabía lo que le pasaba.

-Diana tiene lo que se conoce como tos de las perreras, un proceso infeccioso bastante frecuente en perros que se alojan en residencias, que van a exposiciones o que se reúnen, por ejemplo, cuando van a cazar.- le comenté intentando no darle importancia, pues sabía cómo se  preocupaba ella.

Al ir a salir de la sala, creo que instintivamente, dejé mi brazo atrás y no tardé en notar el débil y cálido apretón de la mano de la señorita Ortega, a la vez que escuchaba de sus labios  esa pregunta que tan conocida se me iba haciendo:

-La tos de Diana, ¿es contagiosa?

Volví a intentar tranquilizarla y ella se marchó con su adorada Diana en los brazos y con una sonrisa, aún con su brillo metálico, pero que a mí me resultaba tan entrañable.

Al cabo de cuatro días recibí una llamada cuya voz no lograba identificar y que me decía que la perrita ya estaba casi bien. Eso es algo bastante habitual en nuestro trabajo y la mayoría de las veces conseguimos saber de qué paciente nos están hablando, pero en este caso se me hacía imposible conseguirlo.

-Perdone- dije con voz dubitativa,- no sé de qué perrita me está hablando.

-Lo siento, Manuel, soy Amalia Ortega, la dueña de Diana, es que tengo una faringitis terrible y apenas puedo hablar.- dijo al otro lado del teléfono una voz que parecía de ultratumba.- Diana ya está casi bien del todo y ya he terminado su tratamiento. Muchas gracias por todo.- me dijo una agradecida y terriblemente afónica señorita Ortega.

He seguido viendo a Diana Muchos años, y aun sigo haciéndolo, de hecho estuvo en la consulta la semana pasada. Venía porque  orinaba muchas veces y mucha cantidad, además de que estaba comiendo más que nunca pero sin embargo estaba perdiendo peso. Cuando la señorita Ortega me llamó para comentarme esto y ver qué podía hacer le dí cita para el día siguiente, rogándole que me trajera un frasco de orina de Diana y que la perrita viniese en ayunas. Cuando apareció por la consulta lo primero que hizo la señorita Ortega fue alargarme el frasco de orina, que venía primorosamente envuelto en papel de regalo.

– ¿Qué puede pasarle a Diana?, ¿es grave?, ¿se morirá?- me acribilló a preguntas la asustada dueña.

-Un momento; voy a analizar la orina que me ha traído y ya nos puede indicar algo- le contesté intentando no parecer preocupado. La tira de orina indicaba la presencia de gran cantidad de glucosapor lo que procedí a sacarle una muestra de sangre a Diana, que se portó como una campeona, para hacerle un pequeño chequeo. Acompañé a la señorita Ortega a la sala de espera y le dije que en cuanto tuviera los resultados la haría pasar. Al cabo de media hora ya estaban los resultados y con ellos el diagnóstico del problema de Diana. Pasé a la consulta a Diana y a su nerviosa dueña.

– No tengo buenas noticias. Diana tiene elevada la glucosa y eso es más que indicativo de que puede padecer una diabetes. Habrá que hacerle un estudio más específico pero todo parece que indicar que es diabética. Los valores no son muy altos y eso me da esperanzas para un mejor control.-le dije intentando no preocupar más a su dueña, a la que se le notaba un ligero temblor en los labios y cuyos ojos empezaban a estar más brillantes de lo habitual.- Mañana haremos ese estudio y con todos los datos ya te podré orientar mejor sobre la enfermedad y su control-.

Salíamos de la sala de consulta y yo iba pensando en el proceso de Diana cuando me detuvo un breve tirón del brazo. La señorita Ortega se me acercó y con voz baja, como era habitual en ella, me preguntó al oído:

-La diabetes de Diana, ¿es contagiosa?

Yo ya llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza sobre esta pregunta que me hacía la señorita Ortega Cada vez que salíamos de la consulta de diagnosticar alguna enfermedad en Diana y me decidí, por fin, a hacerle la pregunta que calmara esa desazón que me corroía . Así que tras intentar tranquilizar a la atribulada dueña de Diana, procedí a satisfacer mi insana curiosidad.

-Señorita Ortega, perdone que le haga esta pregunta pero, ¿ por qué siempre que salimos de la consulta me pregunta si lo que tiene Diana en ese momento es contagioso?- pregunté mientras notaba que el rubor comenzaba a cubrir mi rostro. La señorita Ortega volvió a asirme del brazo, tiró de mí hacia una esquina de la sala de espera, alejados de la gente que esperaba su turno y, muy bajito, como siempre que me hacía alguna confidencia me contestó:

– Verás Manuel: cuando cogí a Diana de pequeñita y le diagnosticaste lo de la boca, yo me tuve que poner un aparato de ortodoncia; cuando tuvo la gastroenteritis vírica, a los dos días yo también tuve una; cuando cogió la tos de las perreras, ahí estaba yo con una faringitis a los dos o tres días. Ahora dices que puede tener diabetes y, la verdad, es que me da mucho miedo que dentro de tres día me vea yo también con lo mismo.

Una vez recuperado de mi sorpresa ante la respuesta de la señorita Ortega intenté tranquilizarla hablándole de que las enfermedades de su perrita fueron debidas a causas perfectamente conocidas. El problema de la boca era congénito; la gastroenteritis fue debida a que en pleno invierno es fácil que bajen las defensas y que, al pasear Diana por la calle, contactase con algún perro enfermo o con alguna excreción de un perro enfermo y se contagiase ella; la tos de las perreras es muy frecuente en las concentraciones de perros y como además están estresados al estar en un sitio nuevo para ellos y sin sus dueños del alma, es muy fácil que se contagien. En el caso de la diabetes es algo que no tiene origen infeccioso y por lo tanto no es para nada contagioso. La señorita Ortega escuchó mis explicaciones, me apretó el brazo, me dedicó una sonrisa, ya sin su carácter metálico y, no sé si convencida del todo, se despidió hasta el día siguiente.

Cuando llegó a la consulta a la mañana siguiente, le hice el estudio a Diana y confirmó su estado diabético. Gracias a Dios es una perrita fácil de tratar y su diabetes se está controlando perfectamente. Por ahora sólo viene a sus revisiones periódicas pero, como ya está viejecita, seguro que volverá a tener algún resfriado o alguna gastroenteritis más. Su dueña, a la salida de la consulta, me cogerá del brazo y, muy bajito para que nadie más la oiga, me preguntará al oído:

– Y lo que tiene Diana, ¿es contagioso?

Manuel Olivares, veterinario de la Clínica Veterinaria OLIVARES y de tuveterinario.info/tuveterinario

 

 

 

 

 

 

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