Desde que empecé a trabajar con los pequeños animales, he tenido muchos pacientes. Unos los ves más a menudo que otros. Unos te son más simpáticos que otros, pero todos son entrañables y, quieras o no, acabas por cogerles cariño. Son muchos los perros y gatos que he visto en estos años y muchos de ellos ya no están con nosotros.
Con el paso del tiempo tienes que despedirte de muchos de tus pacientes y eso es una experiencia dolorosa. Tras tantos años de dedicación a la clínica y tantas despedidas, acabas por forjarte una armadura emocional que suaviza o aminora el dolor que produce el tener que despedirte de un animalito que,unos más, otros menos, han ocupado un pequeño espacio en tu corazón veterinario.
Unos animales, pequeños compañeros y amigos, nos dejan a consecuencia de una enfermedad o un accidente. En otras ocasiones hay que ayudarles a irse para evitar su sufrimiento innecesario y son momentos muy difíciles, tanto para sus desconsolados dueños como para mí, cuando procedo a administrarles la inyección que los hace, por fin, descansar e ir a reunirse, allá donde tengan ellos su cielo animal, con sus allegados caninos o felinos.
La forma de ver la muerte es distinta para cada uno de nosotros y cuando llega ese momento cada uno lo sobrelleva de una forma. Esto que digo en relación a las personas también lo pienso con respecto a nuestros pequeños amigos, en particular los perros y los gatos. Hay muchos estudios que hablan sobre la inteligencia de nuestros animales. Cuando convives con un perro o un gato te das cuenta que son mucho más inteligentes de lo que opinan los tratados. Cuántas veces no habré escuchado a un propietario de un perro o de un gato decirme que «sólo le falta hablar». Hay incluso quien dice que su animal le habla, y llega un momento en que piensas que puede ser cierto. Pero a parte de la inteligencia de nuestros animales también están sus sentimientos. He escuchado también en multitud de ocasiones frases del estilo » Cuqui me mira y sabe exactamente cómo me siento», o » cuando estoy triste, Yaki viene a mi lado y me mira como intentando consolarme». Como son tantas las veces que uno escucha esto al final pienso: ¿Por qué no van a tener los animales sentimientos? Por mucho que digan los libros todas las situaciones que vivo con ellos me hacen pensar que los animales también tienen su pequeño corazoncito.
Estaba comentando el tema de la despedida de un ser querido y la forma de afrontarlo y decía que cada uno lo hace una manera. Hay personas a las que por su forma de ser, por la situación personal que viven en el momento en que llega una pérdida tienen una forma de reaccionar que puede resultar extraña al resto de las personas, pero es que eso pasa también cuando es un animal el que pierde a su amo.
Recuerdo que hace unos dos años y medio, un domingo de mayo, estaba en casa cuando recibí una llamada en el teléfono de urgencias. Cuando descolgué, enseguida identifiqué a la propietaria de la voz que me hablaba sin tener que siquiera que presentarse pues era doña, Ascensión, propietaria de Pulga, una pequeñísima perrita de raza Yorkshire a la que veía en la consulta con mucha frecuencia pues desde pequeñita tenía una salud delicada.
Pulga, como perrita miniatura que era, había padecido una enfermedad degenerativa de sus caderas cuando era jovencita, cosa que se solucionó operándola de ambas y de la que quedó perfectamente. También padecía de luxación rotuliana bilateral y de la que se intervino una de sus piernas, con un resultado satisfactorio. A parte de sus problemas articulares, Pulga también tenía un colapso traqueal crónico que hacía que tuviese frecuentes ataques de tos y que en ocasiones respirase como si se estuviese asfixiando. Debido a su edad, trece años, ya había desarrollado problemas dentales, que paliábamos con limpiezas periódicas y, por último, también se había instaurado un proceso llamado degeneración senil de la válvula mitral, proceso que afecta al corazón y que es muy frecuente en las razas pequeñitas cuando llegan a ciertas edades.
– Manuel, perdona que te moleste hoy y a estas horas pero es que Pulga está muy rara. No se mueve nada, no come ni bebe ni va a hacer sus necesidades- me comentaba doña Ascensión con un marcado tono de preocupación.
– No se preocupe, que para eso está el teléfono de urgencias. Sólo faltaría que nuestros animales se pusieran malos en el horario habitual de consulta- le dije quitándole importancia a la llamada. -¿Y desde cuándo está así?, ¿cómo es su respiración?, ¿se queja de algo?- le pregunté intentando hacerme una composición de lugar e intentando orientar el problema hacia las enfermedades que ya sabía que padecía Pulga, por si se hubiera descompensado o agravado alguna.
– Lleva así desde ayer. No parece que le duela nada pero lo que más me preocupa es… que no la noto respirar y que tiene la mirada distinta a como la suele tener- me contestó como queriendo ocultarme algo.
Al escuchar sus respuestas el cielo se me vino encima. Aún carezco de poderes adivinatorios, esos que todos los que nos dedicamos a la medicina, tanto de personas como de animales, quisiéramos poseer, pero el cuadro que me estaba pintando doña Ascensión no dejaba lugar a la imaginación.
-Por favor, lléveme a Pulga a la consulta lo más rápido que pueda- le dije intentando no mostrar excesiva preocupación.- Es mejor que le eche un vistazo y así podamos averiguar lo que le puede estar ocurriendo.
Doña Ascensión dijo que en ese momento no podía llevar a Pulga a la consulta, que ya me avisaría en cuanto pudiera y me dejó no ya con dudas, sino con la certeza de que Pulga nos había abandonado. Enseguida mis hijas empezaron a reclamar la debida atención dominical y me olvidé de Pulga y su dueña durante el resto del día.
La mañana siguiente, como suele ocurrir al día siguiente de un festivo, estuve ocupado en dar puntos de sutura, curar gastroenteritis debidas a las barbacoas en el jardín o en el campo, que acercándose el verano siempre saben mejor, y creo que nuestros animales también opinan lo mismo, con la salvedad de que en ellos pueden originar vómitos y diarreas por empachos o uso de especias, a parte de los consabidos problemas causados por los huesos, que pueden dar lugar a atragantamientos, estreñimientos u obstrucciones intestinales. Pues en intentar solucionar este tipo de problemas pasé, casi sin enterarme, la mañana del lunes.
Sobre las cinco de la tarde, justo cuando acababa de abrir la consulta, apareció doña Ascensión con Pulga en sus brazos. Venía con aspecto de no haber dormido en varios días pues traía el pelo despeinado, bolsas bajo los ojos, que estaban enrojecidos y muy brillantes, además de no llevar ningún maquillaje, cosa excepcional en doña Ascensión, que siempre venía a la consulta como si fuera a una fiesta, de lo elegante que se ponía. La pasé inmediatamente a la sala de consulta rogando a Dios que no viniese nadie mientras la atendía.
-Manuel, mira cómo está Pulga- me dijo poniendo con sumo cuidado a la perrita encima de la mesa de exploración, extendiendo antes una mantita para que no sintiera el frío del metal de la mesa.
Pulga quedó allí tumbada, con todo su pequeño cuerpecito rígido y frío y con una mirada opaca, sin brillo, que venía a decir que Pulga nos había dejado por lo menos la noche del sábado. Yo miré a Pulga y luego a su dueña, a quien ya le corrían dos pequeños regueros de lágrimas por sus pálidas mejillas, cogí aire y me dispuse a hacerle comprender a la aflijida dueña que Pulga había muerto.
-¿Pero cómo va a ser eso?- me preguntaba incrédula- Si ella estaba muy bien y lo único que le pasa es que no quiere moverse.
Puede que alguien pueda pensar que hay que estar ciego para no ver que la perrita estaba muerta pero cuando ves lo unidas que están las personas a sus mascotas y viceversa, comprendes que quieran negar la evidencia; engañar a sus sentidos haciéndoles creer que su animalito del alma aún está con ellos dándoles alegría y compañía a cambio de un poquito de cariño. Doña Ascensión era una mujer que, desde que murieron recientemente sus padres, vivía sola. No tenía más familia que la que ella había formado con Pulga, a la que estaba tan unida que su mente y su corazón no querían admitir lo que, seguramente, sus ojos y su tacto sí que habían percibido.
Estuve un largo rato acompañando y consolando a doña Ascensión, quien no quería separarse de su amada perrita. Conseguí convencerla de que ya era momento de separarse físicamente de Pulga, aunque siempre la iba a llevar en el corazón. Al final optamos por incinerarla y, una vez que tuviese las cenizas, ella podría tenerla siempre cerca y de esa forma recordar todo lo que Pulga le había aportado a su vida.
Desde que se murió Pulga y entregué sus cenizas a doña Ascensión no he vuelto a verla pero tengo el firme convencimiento de que poco a poco irá aceptando la pérdida de Pulga y, quizá, quién sabe, en un futuro no muy lejano llegará otra Pulga a su vida y podrá disfrutar con ella de buenos momentos y de todo el cariño que tanta falta le hace.
Pero si esta es una experiencia dura para los propietarios y, por qué no voy a decirlo, también para nosotros, aunque intentemos disimularlo con mejor o peor fortuna, no debemos olvidar que en el binomio persona mascota hay dos términos, y que también sufren las pérdidas a su manera.
Cuando trabajaba en Sevilla, hace ya bastantes años, tenía un paciente al que también veía con frecuencia pues su dueño lo tenía muy cuidado, tanto que es uno de esos casos en los que se entiende la expresión: «cuando yo muera me gustaría reencarnarme en perro». Simba, que así se llamaba el perro, era un mestizo grandullón y peludo que con sus ocho años se encontraba perfectamente de salud y que sólo precisaba sus vacunas y algún recorte de uñas esporádico ya que su dueño, don Antonio, ya octogenario, no podía darle toda la actividad que Simba necesitaba.
Cuando venían a la consulta don Antonio no dejaba de comentarme todas las bondades de Simba, a quien no paraba de acariciar y que parecía entender perfectamente lo que decía su dueño y se lo agradecía a base de lametones. Se veía que estaban hechos el uno para el otro y que uno no podía vivir sin el otro, igual que ocurre con esos pajaritos conocidos como «inseparables». Tanto es así que un día me llegó la confirmación del anterior dicho.
Llevaba un tiempo sin ver a tan unida pareja cuando me reclamaron en la recepción de la clínica. Cuando bajé me encontré con que un señor, a quien no había visto en mi vida, quería hablar conmigo. Lo llamé y lo acompañé a mi sala de consulta.
-Pues usted dirá qué es lo que le trae por aquí- le dije mientras la curiosidad me corroía por dentro.
-Mire, usted no me conoce, pero soy primo de don Antonio, el dueño de un perro que se llama Simba.
Yo lo miré con un gesto de no saber de qué iba la cuestión y él siguió hablando.- Mi primo murió hace un mes y vengo a dar de baja a Simba- me dijo con voz entrecortada mientras las lágrimas empezaban a aflorar en sus tristes ojos.
– Vaya, lo siento de verdad. ¿Cómo fue?- pregunté apenado por la pérdida de una persona a la que se notaba su amor por los animales.
-Un cáncer. Se lo diagnosticaron en agosto y antes de acabar el mes ya se había muerto- respondió con una voz que apenas era audible debido a que las lágrimas que fluían por su cara ya eran incontenibles.
– ¿Y Simba?, ¿es que se va a vivir a otro sitio? Si quiere le puedo hacer una copia de su historial para que la tenga el nuevo compañero que lo atienda- le comenté intentando cambiar el tema y tranquilizar un poco al buen hombre.
– No me ha entendido usted antes- me dijo mirándome fijamente a los ojos-. Simba tampoco está. Simba también ha muerto.
-¿Pero cómo ha sido eso?- pregunté completamente sorprendido,- si estaba perfectamente y no aparentaba siquiera la edad que tenía- continué incrédulo.
– Le va a parecer muy raro lo que le voy a contar, y no piense que estoy loco, aunque si lo cree tampoco me importa mucho- me comentó como sin querer darle importancia.- Simba se ha suicidado. Saltó por el balcón a la semana de morir mi primo y, ya sabe usted, son cinco pisos. Murió en el acto. La gente dice que fue un accidente pero yo sé que no. Simba llevaba toda la vida en esa casa y pasaba horas jugando en el balcón y nunca pasó nada. Cuando murió mi primo Simba parecía distinto. Eulalia, su mujer, dice que estaba todo el día tumbado en un rincón. No quería comer ni atendía a nada. Ese día empezó a rascar la puerta del balcón, que estaba cerrado para que no entrase calor, y salió fuera. Eulalia fue un momento al baño y cuando volvió se extraño de no ver a Simba en el balcón. Lo llamó y miró por la casa pero no lo encontraba. Salió al balcón y escuchó voces de gente en la calle y, al asomarse, se llevó un susto tremendo al ver un corro de personas que rodeaban a Simba, que yacía inerte en la acera, justo debajo del balcón. Usted dirá que seguro que fue un accidente pero yo le aseguro que Simba se suicidó.
Rellené la baja de Simba y despedí al primo de don Antonio. Cuando subí otra vez a mi consulta aún estaba conmocionado por lo que había escuchado. Por supuesto que no pensaba que el primo de don Antonio estuviese loco. Ya dije que soy de los que piensan que los animales tienen un corazoncito cuyos misterios no pueden desvelar los estudios que se hacen sobre comportamiento animal. ¿Pudo Simba roto de dolor por la pérdida de su dueño arrojarse al vacío desde el balcón de su casa? Si muchas veces no llegamos a entender nuestros comportamientos, ¿cómo vamos a entender el de un perro? Simba vivía por y para su amo y pienso que su pérdida pudo trastornarlo como para tener ese final.
Con estas dos historias he querido mostrar lo dolorosas que pueden llegar a ser las pérdidas de los seres queridos y, en mi vida profesional, tengo que pasar con mucha frecuencia por estas situaciones. Yo siempre les aconsejo a los amos que acaban de perder a su compañero que pasen un tiempo de duelo; que lloren sin pasar ninguna vergüenza por ello ( se me rompe el corazón cuando veo a alguien que intenta disimular unas lágrimas de dolor cuando todo su cuerpo le contradice); que recuerden todos los buenos momentos que nos ha dado nuestra mascota, que serán la mayoría y, que nunca la olviden. A quien le gustan los animales y los necesita para ser feliz, volverá a caer en el «error» de hacerse con otro. Volverá a disfrutar con los aprendizajes, juegos, enfados y alegrías que nos aportan nuestros inseparables compañeros y, aunque tengan a quien dedicarle todo su cariño, nunca olvidarán a quien se fue y quien tanto nos dejó.
Quiero dedicar este capítulo a todos los pequeños compañeros que nos han dejado y que tanta felicidad aportaron a nuestras vidas, en especial a Tali con quien compartí casi dieciocho años de mi vida y uno de los principales motivos por los que elegí este camino, no siempre de rosas, que es el de la clínica de pequeños animales.
Manuel Olivares, veterinario de la Clínica Veterinaria OLIVARES y de tuveterinario.info/tuveterinario