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Una vida de perros (XI). ¿Qué pata era?

P2170015En el último congreso de veterinarios al que asistí me volví a reunir con compañeros a los que no veía desde hace mucho tiempo, a alguno de ellos varios años. Como se suele hacer en este tipo de reuniones, tras dedicar unas horas a repasar o adquirir nuevos conocimientos, pasamos al bar a recordar viejos tiempos y comentar las nuevas anécdotas que nos han ido ocurriendo durante este tiempo.

Entre cerveza y cerveza me llegó el turno de recordar una experiencia en la que nos vimos implicados varios compañeros y que Alejandro, el compañero con quien yo realicé mis primeras prácticas, aún me la tiene jurada desde hace ya…… ¡más de veinte años!

Todo empezó una tarde cualquiera, justo el día después de iniciar mi periodo de vacaciones navideñas y que, como todos los años desde que empecé la carrera, dedicaba a realizar prácticas en la clínica de Alejandro. Al acabar la jornada de trabajo nos dirigimos a nuestro bar preferido, «El trago», a tomar unas cervezas mientras le contaba a Alejandro cómo iba el curso. Al poco se nos unieron dos compañeros más y nos dispusimos a echar unas partidas de chinos, juego que consiste en averiguar el número de monedas que escondemos en las manos.

Entre partida y partida; entre cerveza y cerveza, cada uno sacaba algún tema de conversación hasta que le tocó el turno de hablar a Juan.

-No podéis imaginaros lo que me pasó el otro día en la consulta- comentó con cara de guasa tras dar un gran sorbo a su caña de cerveza-. Menos mal que estuve rápido y parece que la buena mujer se fue contenta con el resultado de la consulta.

-Cuenta, cuenta- saltamos todos a la vez, nerviosos por lo que prometía ser una buena anécdota-.

-Hace unas dos semanas llegó a la clínica una señora que traía un perro que no podía apoyar bien las patas delanteras pues había saltado desde un muro bastante alto y parecía que se había hecho daño. Al explorarlo se notaba dolor en las dos patas y lo sedé para hacerle unas radiografías de las patas. Resulta que tenía una fractura de radio en una pata, la derecha, pero en la otra no se apreciaba ninguna fractura, sólo una leve inflamación en la articulación del carpo.

Tras dar otro gran sorbo a su vaso de cerveza y dejarlo completamente vacío Juan pidió a Nicolás, el camarero y dueño del bar, que nos llenara otra ronda antes de seguir con su narración.

– Como os decía, el perro tenía una fractura de radio por lo que decidí que con una inmovilización con escayola sería suficiente. Le dije a su dueña que se sentara en la sala de espera y me puse manos a la obra. A los veinte minutos acabé con el perro y salí con él en brazos para entregarlo a su dueña. Pasamos a la consulta y, cuando se lo mostré a su ama, se quedó parada, con la mirada muy fija en el perro y tras unos segundos en silencio me preguntó «¿pero, no era la otra pata la que tenía rota y había que escayolar?»- Gracias a Dios no tardé nada en reaccionar e inmediatamente le dije a la señora lo primero que se me vino a la cabeza » Ya sé que es la otra pata la que está rota y hay que escayolar, lo que pasa es que quiero que usted vea cómo le va a quedar y, si le gusta, ya paso a ponerle la escayola en la pata rota».- La buena mujer miró al perro, me miró a mí y, con una expresión como de duda, me dio el visto bueno y ya pasé a poner la escayola en la pata afectada.

-Mientras le quitaba la escayola y procedía a ponerla en la pata verdaderamente afectada no dejaba de darle vueltas a la cabeza. «¿Cómo me ha podido pasar esto a mí?, ¿cómo me he confundido de pata?, ¿se habrá creído la buena mujer lo de la escayola de prueba?». Todo sto y más se me pasaba por la cabeza hasta que por fin acabé de escayolar al perrito y le puse su antídoto del sedante. Salí de la consulta y avisé a la dueña del perro, le entregué a su querido animal, ahora sí bien arregladito, le di las explicaciones sobre sus cuidados, le cobré y me despedí de ella hasta la próxima visita de revisión. Ayer vino a la consulta y todo va sobre ruedas por lo que, aunque creo que me mira con una expresión que parece de cachondeo, creo que seguirá viniendo a la clínica y que no he perdido del todo su confianza.

Todos estallamos en una gran carcajada y comenzamos, como no podía se de otra forma, con las consabidas bromitas posteriores a estas anécdotas.

-Juan, ¿en qué mano tengo mi cervecita?- preguntaba un Alejandro más que sonriente.

-Oye, que se me ha dormido un brazo, pero no sé cuál de los dos- me regodeaba yo mientras se me escapaban algunas gotas de cerveza intentando reprimir una carcajada.

Así estuvimos durante un rato mientras Juan agachaba la cabeza y aguantaba estoico la ración de bromitas que todos le dedicamos. Acabada la broma ya pasamos a consolarle y decirle que eso es algo que le puede pasar a cualquiera y que parece ser la señora también lo entendía así, pues de lo contrario no habría vuelto a la clínica. Acabamos la última ronda de cervezas y nos despedimos de Nicolás, que no había perdido detalle de la anécdota de Juan y le gritó desde detrás de la barra: «¡Juan, la próxima vez le escayolas las cuatro patas y así no te equivocas!». Tras otra buena carcajada general cada uno cogió el camino de su casa, imagino que con una sonrisa en la boca recordando la anécdota del bueno de Juan.

Un par de días después, al llegar a la clínica de Alejandro, escuché que citaba a un propietario de un perro para operarlo de una luxación rotuliana para el día veintiocho. Fue escuchar eso y encenderse una lucecita en mi cabeza, lucecita con tintes malvados pues puso en marcha el mecanismo para prepararle a Alejandro una buena inocentada el día de la operación.

Durante los días previos a la operación, mientras Alejandro pasaba consulta yo me escabullia para preparar mi inocentada. Como sabía de qué paciente se trataba, un pequeño Yorkshire con luxación rotuliana medial de la pata izquierda ( la rótula se le salía de su sitio y al no articular bien hacía que el perro, Tito, cojeara), me hice con la radiografía y busqué en el archivo otro caso de luxación rotuliana, que es muy frecuente en las razas pequeñas. Hoy en día las radiografías se suelen identificar o con rotuladores especiales o con letras de plomo, pero en aquellos días lo hacíamos con etiquetas adhesivas, lo que me venía que ni pintado para la ocasión pues con cambiar la etiqueta por una nueva era cosa fácil.

Llegó el día de la operación de Tito y mientras Alejandro preparaba el quirófano yo procedí a esconder mi material para la inocentada. Entramos en el quirófano, Alejandro puso la radiografía de Tito en el negatoscopio ( esa pantalla sobre la que vemos las radiografías) y comenzamos con la intervención de la rodilla. Todo se desarrollaba sin problemas. Pude observar cómo se salía la rótula de su sitio y cómo se solucionaba mediante la profundización del surco rotuliano, que consiste en cortar una cuña de hueso, rebajar esa cuña y volverla a poner en su sitio pero, al haberla rebajado, el surco es más profundo.

Cuando Alejandro dio el último punto y respiró aliviado por haber finalizado la operación sin ningún contratiempo mi otro yo, malvado, pasó a la acción. Mientras Alejandro retiraba el material de la cirugía para ir a limpiarlo aproveché para darle el cambiazo a la radiografía de Tito y poner la que había encontrado en el archivo, de otro perrito, pero que tenía una luxación en la rótula de la otra pata, en este caso la derecha. Me froté las manos y me puse a actuar como si nos encontrásemos en el mejor de los teatros.

-Alejandro, ven un momento. Creo que hay un problema- lo llamé intentando poner cara de preocupación-. Me parece que hemos operado la pata que no es.

-¿Pero qué tontería estás diciendo, Manuel?, ¿cómo vamos a operar la pata que no es?-me preguntó mientras se dirigía raudo hacia el quirófano para ver lo que estaba pasando.

-Que creo que le hemos operado la pata equivocada porque hemos operado la izquierda y es la derecha la que está mal. Mira la radiografía- le insistí intentando ocultar la sonrisa que luchaba por aparecer en mis labios.

Alejandro se fue hacia el negatoscopio y se quedó mirando fijamente la radiografía sin dar crédito a lo que veían sus ojos. La miró, la remiró, la cogió en sus manos, le dio una vuelta y otra. La volvió a colocar en el negatoscopio mientras se frotaba nervioso la cabeza. Se quedó quieto un momento y por fin se dió la vuelta.

-Manuel, pe.., pe…, pero ¿cómo es posible que me haya equivocado?- decía aún sin creerse lo que estaba pasando-. Estoy completamente seguro de que era la pata izquierda la que estaba mal. Tú has visto cómo se salía la rótula sin ninguna dificultad. Esto no me puede estar pasando a mí -se lamentaba Alejandro incapaz de asimilar lo ocurrido.

Viendo que Alejandro lo estaba pasando mal creí llegado el momento de dar fin a la bromita y, aprovechando que Alejandro estaba dando vueltas por la clínica maldiciendo su suerte, volví a colocar la radiografía original de Tito, a la que añadí el típico monigote del día de los inocentes. Cuando Alejandro volvió a entrar en el quirófano me miró con expresión de impotencia. Su mirada pasó de mí al negatoscopio y su cara cambió por completo; pasó del blanco al rojo intenso en un abrir y cerrar de ojos y sólo me dio tiempo para desearle un feliz día de los inocentes antes de salir corriendo por la clínica, donde afortunadamente no había nadie más, mientras el me perseguía dirigiéndome los mas «sutiles piropos» y «agradeciéndome en el alma los buenos momentos que le había hecho pasar».

Una vez que que nos cansamos de correr le pedí perdón antes de que me hiciera jurar que, literalmente, en la vida se me ocurriese volver a gastarle una broma semejante si no quería verme envuelto en una muerte trágica».

Una vez que entregamos a Tito, ya recuperado de la anestesia, a sus propietarios, cerramos la clínica y nos dirigimos a nuestro lugar de reunión, «El Trago», a tomar unas cervezas y jugar nuestras partidas de chinos. Cuando llegaron los demás, Juan incluido, entre Alejandro y yo contamos la inocentada de Tito y todos reímos con ella, incluso Alejandro, que ya estaba recuperado. Cuando salíamos por la puerta del bar Nicolás se despidió de Alejandro con un «qué mala pata, Alejandro, pero qué mala pata».

Mientras ponía rumbo a casa aún se escuchaban las fuertes carcajadas de Nicolás, que disfrutaba como el que más de nuestras anécdotas. Mientras caminaba iba pensando en estas cosas cuando recordé la frase de Alejandro Cuando dijo que no le volviera a gastar una broma semejante o habría una muerte trágica. ¿A qué muerte se estaría refiriendo? Nunca se lo pregunté, por si las moscas, pero durante una buena temporada, cuando íbamos a operar alguna fractura, Alejandro me miraba de reojo y sólo me decía una palabra «Manueeeeel» a lo que yo respondía «que no, que no», mientras renacía en mí la duda acerca de quién era el destinatario de esa muerte trágica.

Manuel Olivares, veterinario de la Clínica Veterinaria OLIVARES y de tuveterinario.info/tuveterinario

 

 

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