Una vida de perros (VI). La pinza fantasma.

P2170015Cuántas veces no habremos puesto algo en un sitio y luego no ha habido manera de encontrarlo. Contínuamente estamos perdiendo cosas y sólo tienen a bien aparecer, por arte de magia, cuando ya no son necesarias. Otras veces, en cambio, hay que que recurrir a parte del santoral, en concreto a San Cucufato para que obre milagro y aparezca el codiciado objeto.

Pues esto que ocurre con tanta frecuencia en nuestra vida diaria también sucede en la práctica de la medicina veterinaria. La diferencia radica en que no es lo mismo perder un paraguas, por ejemplo, que perder unas pinzas de cirugía dentro de un paciente. El caso es que el otro día me encontraba revolviendo la clínica buscando un bolígrafo que acababa de dejar en algún sitio y que, pondría la mano en el fuego, algún duende bromista me estaba ocultando, cuando me vino a la cabeza el recuerdo de un par de ocasiones en las que perdí algo en el quirófano y casi consiguen hacerme perder la cabeza.

Las operaciones quirúrgicas son algo muy frecuente en nuestro trabajo, pero el hecho de que sean habituales no significan que les perdamos el respeto. Cada animal es particular y esto hace que sea distinto de los demás, por lo que cada operación, por muy repetida que la tengamos, siempre será distinta a las demás. Hay por ahí un estudio que se hizo con cirujanos de personas. Se les puso un electrocardiógrafo, que es un aparato que realiza un estudio de la actividad eléctrica del corazón, y se vió que había una elevada tasa de cuadros arrítmicos mientras duraban las intervenciones. Estas arritmias se debían al estrés de las operaciones pues se había comprobado que tanto antes como después de las intervenciones no había ninguna alteración en los registros. Comento esto para que os hagáis una idea de lo que supone el perder algo mientras intervienes a un paciente.

Hace unos años me encontraba realizando una intervención a una perra para esterilizarla. Se trataba  de Kira, una hermosa hembra de Labrador retriever, un tanto obesa pues pesaba treinta y siete kilogramos, unos siete más de su peso ideal. Esos siete kilos que le sobraban, desgraciadamente no estaban constituidos por una desarrollada masa muscular sino que se encontraba formando una ingente masa de grasa en el interior del abdomen de Kira.

Antes de empezar a operar preparé el campo operatorio, que consiste en limpiar y desinfectar la piel donde se va a incidir con el bisturí y luego se coloca un paño de campo, que es un tejido con una raja que coincide con la zona a operar , que aisla el resto de la piel de la zona quirúrgica y que se sujeta a la piel con unas pinzas especiales de afilados dientes , que se llaman pinzas de campo.

Inicié la operación una vez que tuvimos todo listo y la cirugía se desarrollaba según lo previsto, con la salvedad de la gran cantidad de grasa que siempre aparecía por todos sitios. Una vez que conseguimos extraer la matriz y ovarios de Kira, con mucha dificultad debido a que la grasa impedía ver nada, procedimos al cierre de la incisión, cosa que ya hice con el corazón latiendo a un ritmo más normalizado. Cuando acabé de dar el último punto de sutura, Rubén, un alumno que tenía en prácticas, empezó a retirar el material utilizado para lavarlo y prepararlo para posteriores cirugías.

-Manuel, ¿cuántas pinzas de campo le hemos puesto a Kira?- me preguntó sin darle la mayor importancia, sólo para saber en qué montón debía ponerlas una vez limpias-.

-Pues las que suelo poner siempre, cuatro- contesté mientras medicaba a Kira en espera de que se fuese despertando de la anestesia-.

-¿Cuatro?, ¿seguro que cuatro?- me volvió a preguntar, ya con un tono más apremiante Rubén-.

– Sí, hombre, le he puesto cuatro. Mira el montón que hay a tu izquierda y cuenta las que quedan ahí- le contesté mientras seguía dedicado a Kira-.

-Manuel, hay seis en el montón y yo sólo he limpiado tres, por lo que, si no me equivoco, falta una. Mira a ver si está debajo de la perra.

En esos momentos mi corazón empezó a tomar un ritmo como de corredor de maratón en los últimos cien metros de carrera y me puse a buscar la pinza por los lados y debajo de Kira, incluso en la acanaladura de la mesa de cirugía. Nada, la pinza no se veía por ningún sitio.

-Rubén, haz el favor de coger los paños que hemos utilizado y mira si la pinza está pillada a alguno, que a veces pasa eso- le dije cruzando los dedos antes de seguir dedicado a quitarle el tubo endotraqueal a Kira, que ya empezaba a despertarse-.

-Que no, Manuel, que tampoco está en los paños que hemos utilizado- decía Rubén con un tono ya también un tanto nervioso-.

-¡Por el amor de Dios! Coge ahora mismo la basura y vacíala y no lo dejes hasta que encuentres la maldita pinza- exclamé mientras el hipotético trazado de mi electrocardiograma sugeriría una taquicardia paroxística.

Escuché a Rubén volcar la papelera y rebuscar en su contenido por si la esquiva pinza estuviese escondida entre las gasas de cirugía, los empapadores o los guantes quirúrgicos. Me mantuve en tensión los dos o tres minutos que tardó en oirse la temblorosa voz de Rubén anunciándome el fracaso de su búsqueda. El ritmo de mi corazón ya parecía el ejemplo de libro de lo que es una fibrilación mientras imaginaba que la pinza pudiera haberse escondido entre la grasa de la barriga de Kira.

-Rubén, desconecta el suero a Kira, que nos vamos a la sala de rayos X a hacerle una placa para ver si esa condenada pinza está dentro del abdomen.- Mientras le decía esto ya tenía a Kira camino de la sala de rayos y en un minuto ya estaba hecha la radiografía.

Volví a llevar a Kira al quirófano y le volví a conectar el suero mientras rogaba encarecidamente a Dios no tener que volver a abrirla para sacar la pinza. En un par de minutos tenía la radiografía procesada y nos dirigimos Rubén y yo a verla en el negatoscopio. Casi no quería mirar y ya estaba pensando en llamar al número de urgencias pues mi ritmo cardiaco seguía alterándose hasta niveles incompatibles con la vida, o eso me parecía a mí en ese momento. Cuando encendimos el negatoscopio y ví la radiografía me dieron ganas de gritar y saltar de alegría.

– ¡No está, no está!- gritábamos al unísono Rubén y yo.

Inmediatamente fui al quirófano, cogí a Kira y la puse en la jaula de recuperación, donde en cuestión de minutos se puso de pie moviendo enérgicamente su cola y gimiendo llamando mi atención. Me acerqué a ella, abrí la jaula y me puse a acariciarla pensando en el mal rato que nos habíamos llevado. En un momento dado nuestras miradas se cruzaron, fijó la suya en la mía y se quedó quieta. Parecía que sonreía y lo primero que se me vino a la cabeza es que me estaba preguntando: «¿Bueno, al final dónde está la pinza?».

Ya han pasado muchos años desde aquella experiencia y en el armario de material de cirugía hay un montón de pinzas de campo que tiene una menos. Cuando Kira se fue a su casa Rubén y yo estuvimos revolviendo otra vez todo el quirófano hasta que no quedó ni un rincón por mirar. Nada; el misterio de la pinza fantasma aún sigue sin resolverse. Seguro que tiene su explicación y quizá algún día, cuando haga alguna obra de reforma en el quirófano se oiga un sonido metálico golpeando el suelo, pero mientras llega ese momento ahí sigue el misterio. Lo mejor de todo es que Kira no la llevó consigo como si de una prótesis se tratara y también que mi corazón volvió a retornar a un ritmo sinusal que me permite encontarme aún en el reino de los vivos.

Manuel Olivares, veterinario de la Clínica Veterinaria OLIVARES y tuveterinario.info/tuveterinario

 

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